¿Qué
es ‘El niño, el viento y el miedo’?
De
entrada, diría que es un libro de cuentos, fantásticos, misteriosos, cotidianos,
de terror y oníricos, que transcurre en Galicia, en un territorio que tiende a
la leyenda. Sucede en una zona próxima a A Coruña, en un pueblo diminuto, de una
docena de casas, donde puede suceder cualquier cosa. Por las noches el viento
muerde los aleros y la gente se reúne, en torno al fuego, a contar relatos de
miedo, de aparecidos, de fantasmas, de vampiros, de caballos salvajes o de
gallinas que ponen huevos de oro en la falda del monte. Es un libro un tanto
familiar, con un protagonista, con su madre y su hermano y algunos vecinos a los
que les suceden cosas todo el rato. El bosque está próximo y el mar también, y
de ambos espacios proceden historias casi inverosímiles, como la de una mujer
que aparece con un espejo y una navaja barbera, como la de la comadreja
sanguinaria, como la del caballero medieval que reaparece flotando en el lago
por la tarde, Atanís de Val, etc. Es un libro de viajes, de espacios, de sueños
y sorpresas.
¿Por
qué ha sentido la necesidad de escribir el volumen?
He
escrito este libro casi por azar. El escritor Ignacio Sanz me invitó a
participar en el Festival de Narración Oral de Segovia hace cinco o seis años.
Quería que contase algunos de mis cuentos aragoneses: no sé por qué me senté al
ordenador y me salió este libro que tiene algo de autobiografía de una infancia
que, vista ahora, más de 40 años después, parece una pura invención.
Esencialmente, todos los personajes existen o han existido y de vez en cuando
penetran en mis pesadillas y en mis mejores recuerdos. Conté el libro en la casa
de Andrés Laguna y fue una experiencia estupenda. Tenía tanto miedo como el
protagonista del libro.
¿Cómo
está escrito ‘El niño, el viento y el miedo’?
Creo
que con fluidez, con un ritmo rápido y con un aire oral. Como suele suceder
cuando se mira la infancia descubrimos hechos prodigiosos, detalles, matices de
la vida, del sueño y del espanto. Algunas historias son demasiado terribles, tal
vez, pero así las recuerdo. Así las vivía. Ya entonces, más que el cine, nos
gustaban los cuentos y un fenómeno nuevo: la televisión. La ‘Sesión de noche’ ya
forma parte para mí de la leyenda. En ese difuso autorretrato que elaboro hay un
poco de todo: sensaciones, sustos, terrores, presencias inesperadas, como los
ratones a medianoche, incluso hay un equipo de fútbol, el Peñarol de Baladouro,
compuesto por jugadores que pertenecían a los gremios locales, entre ellos
Boedo, al que llamaban ‘El bombardero patizambo’. Volvía a casa por un angosto
sendero que avanzaba al lado de una finca de maíz: el viento estremecía las
hojas y yo contagiaba todo mi horror a mi madre. Pero creo que jamás me olvidaré
ni del maíz, de las películas y sus besos, ni de la noche constelada, ni de mis
ganas de hablar y hablar para olvidarme del pánico. Quien canta sus males
espanta.
¿Dónde
sucede ‘El niño, el viento y el miedo’?
El
libro sucede en los lugares de mi niñez. Y en los lugares de la imaginación que
han ido sedimentando con los años. Las criaturas andaban por allí: Pura del
Quejigal, Polo del Vilar, María do Nacho, Mercedes y Antonio, Generoso Barreiro Viñán,
que creó un negocio de panaderías en Uruguay... El libro transcurre en muchos
lugares, sin duda: quizá, muy especialmente, en el corazón del bosque, a este
lado del mar, o en las altivas montañas, llenas de sapos y
lobos.
¿Cuándo
transcurren los relatos?
Suceden
algo más allá de la inmediata posguerra. Entre 1964 y 1968. Y la vez tiene una
atmósfera intemporal. De conseja. De lugar inverosímil. De pura invención. Hay
algunas referencias temporales, sin duda, algunas series de televisión, algunos
hábitos, pero el tiempo aquí se desdibuja como la materia inaprensible de los
sueños.
¿Cuál
es el cuento con el que más se identifica?
Quizá
el que más veces he oído o me he contado es la historia de un mal ojo que tantas
veces me contó mi madre y me aseguró que era verdadero. Hablo de ‘La cabeza de
ternero y el mal vecino’. Así lo viví: como una verdad absoluta e impactante que
define un poco la sociología del campo en otros tiempos. En realidad era un
cuento de envidia y mirar atravesado que tenía su mejor escenario en el fuego
del hogar. Pero el cuento donde me siento más cómodo quizá se ajuste más al tono
de ‘Mi tío de América’. Podría haberlo empezado de otro modo: “Yo tuve una
armónica de Montevideo”.
¿Cómo
definiría los dibujos de Javi Hernández?
Son
muy narrativos y muy especiales. Están llenos de evocación y de sugerencias.
Posee una mano espléndida, y aquí ha trabajado a su gusto. Ha desarrollado el
libro en colaboración con los editores y creo que ha hecho un magnífico trabajo,
lleno de detalles, de sutileza, de intuiciones. Es expresivo, lírico y cuenta
muy bien, buscando siempre su propio discurso, su forma de contar visualmente.
Me encanta su trabajo y le da al libro una dimensión. Me siento muy feliz por
esta colaboración que se ha desarrollado con libertad, respeto y mucha
confianza.